martes, 8 de diciembre de 2015

Capítulo XVIII. Una vida de regocijo es, necesariamente, una vida de virtud, y viceversa



"¡Aquí verdaderamente hay un camino extraordinario hacia la felicidad - abierto, simple, directo! Porque es claro que el hombre no puede tener mayor bien que estar completamente libre del dolor y del sufrimiento junto con el regocijo de los más altos placeres corporales y de la mente. Nótese luego cómo la teoría cubre cada posible mejora de la vida, cada ayuda hacia el logro de ese Bien Principal que es nuestro objetivo. Epicuro, el hombre que usted denuncia como voluptuoso, grita en voz alta que nadie puede vivir placenteramente sin vivir sabia, honorable y justamente, y nadie puede hacerlo sabia, honorable y justamente sin vivir placenteramente. Porque así como una ciudad arrendada en facciones no puede prosperar, ni tampoco una casa cuyos amos están en conflicto; mucho menos puede una mente, dividida contra sí misma y plena de desacuerdo interior, saborear una partícula de placer puro y liberal. Pero uno que está perpetuamente controlado por los conflictos y por consejos y deseos incompatibles no puede conocer la paz ni la calma. Si el agrado de la vida se disminuye con las más serias enfermedades del cuerpo, ¡cuánto más tiene éste que disminuirse ante las enfermedades de la mente! Pero los deseos extravagantes e imaginarios en busca de riquezas, fama, poder y también de placeres licenciosos no son otra cosa sino enfermedades de la mente. Y así, también, el pesar, los problemas y el sufrimiento, roen el corazón y lo consumen con la ansiedad, si los hombres no logran darse cuenta que la mente requiere no sentir dolor desvinculado de algún dolor corporal, presente o futuro. Aunque no hay hombre tonto que no se aflija por una de estas enfermedades, sin embargo, no hay hombre tonto que no sea infeliz. Adicionalmente, está la muerte, la piedra de Tántalo siempre colgando sobre las cabezas de los hombres, y la superstición que envenena y destruye toda paz de la mente. Además, ellos no recuerdan sus pasados, ni disfrutan sus bendiciones presentes; ellos exclusivamente miran hacia aquellas del futuro, y como éstas son de necesidad incierta, ellos se consumen con la agonía y el terror, y el clímax de sus tormentos es cuando perciben muy tardíamente que todos sus sueños de riqueza o rango social, poder o fama, han derivado en nada. En razón de que nunca obtienen ninguno de estos placeres, la esperanza en ellos les inspiró a sobrellevar todos sus arduos afanes. Pero miremos a otros hombres, sin importancia y estrechos de mente, o a pesimistas confirmados, o a criaturas amargadas, envidiosas, de mal carácter, insociables, abusivas, brutales; otros incluso esclavos de las locuras del amor, imprudentes o temerarios, caprichosos, obstinados e incluso irresolutos, siempre cambiando de opinión. Tales debilidades hacen que sus vidas sea una sucesión ininterrumpida de miserias. La conclusión es que ningún hombre tonto puede ser feliz, y que ningún hombre sabio puede fallar en alcanzar la felicidad. Esta es una verdad que establecemos mucho más concluyentemente de lo que lo hacen los Estoicos, porque ellos mantienen que nada es bueno salvo ese vago fantasma que denominan Valor Moral, un título más espléndido que substancial; y digamos que la Virtud que yace en este Valor Moral no necesita del placer, pues ella misma es su propia y suficiente felicidad.








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